A ver, ¿por dónde empiezo? Primero, remontémonos 21 años atrás. Época en la que estaba en la universidad y en la que descubría un nuevo mundo lleno de libertad. Y es que había crecido bajo la sobreprotección de un padre muy preocupado por mí y que sin querer hacerme daño me mantuvo bajo estricta supervisión, al punto de no poder ir a fiestas ni paseos. Súmenle a eso mi baja autoestima por los kilos de más que siempre me acompañaron y que me hicieron una mujer insegura, incapaz de creer que podía resultar atractiva para el sexo opuesto.
Es así como conozco a quien se convertiría en mi primer enamorado (sí, lo juro por la Sarita, nunca antes tuve ningún enamoradito ni nada) y que tiempo después se convertiría en mi esposo. Un chico que se mostró abiertamente interesado en mí, que se desvivía por hacerme feliz y que poco a poco logró ganarse el afecto de mi familia, al punto que mi papá le llegó hasta dar el título de hijo.
Nunca voy a olvidar las veces que se ofreció a cocinar en mi casa. O la vez que escuchó mi queja porque no tenía un jardín bonito qué regar y se apareció con lampa y pico para arreglar mi jardín y dejarlo lindo para mí. Sí, esos y muchísimos más detalles que me hicieron pensar que era el príncipe azul con quien había soñado. Fue así como cuatro años después acepté a ojos cerrados su propuesta de matrimonio y cometí la locura de casarme por civíl en tan sólo dos meses. No quisimos esperar armar una gran boda porque la prisa era empezar una vida juntos considerando lo bien que nos llevábamos y el matrimonio religioso quedó pospuesto hasta lograr ahorrar lo necesario para realizarlo. Es más, creo que sólo mi familia nuclear se enteró. No invité a nadie porque la idea era hacer la gran celebración cuando nos prometiéramos amor eterno frente a Dios.
Hasta acá todo parece un cuento de hadas, ¿cierto? Pues acá viene la historia de terror. El príncipe que tenía empezó a convertirse en sapo (perdón a los batracios). Ese hombre que inicialmente me dio la idea que sería mi complemento, comenzó a convertirse en una carga extra para mí. Atrás quedaron las labores compartidas en casa, los detalles e incluso la consideración frente al cansancio lógico de llevar las riendas de una casa. Llegué al punto de cuestionarme cada noche si yo era la que estaba errada y si estaba pidiendo más de lo justo. En poco tiempo estaba realmente exhausta física y emocionalmente. Yo jamás había imaginado mi vida así y me sentía frustrada al ver que no podía avanzar profesionalmente y que contra mi voluntad me iba encasillando en una situación que no me estaba haciendo feliz. Sin embargo, decidí seguir adelante y dar más de mí.
Así pasaron un par de meses y seguía apagándose mi luz interna. Él no daba muestras de cambiar pese a haberle hecho saber lo que sentía; por el contrario, se ausentaba más de casa y su actitud hacia mí iba de mal en peor. Es así, como después de mucho insistir pidiendo sinceridad, que me enteré que tenía una relación extramatrimonial y una hija producto de ella. Ya se imaginarán el impacto. No fue nada fácil pero, aunque no lo crean, yo perdoné. Perdoné y mostré apertura frente a la situación. Comprendí que la niña no tenía culpa de nada, pedí conocerla y relacionarme con ella.
Así que él empezó a llevarla a nuestra casa, yo la conocí y le tomé cariño. Sí, muchos pensarán que esto suena falso o hipócrita. ¿Qué les puedo decir? Así soy yo. En fin, pasaron unos meses más y la situación empeoraba. Él no mostraba el menor interés por su hija y mucho menos por mí. La carga para mí se hizo mayor, ya no sólo hacía todo por mi esposo sino que también medio criaba a la bebé porque él no era capaz de atenderla en lo más mínimo. Sumado a eso, otra situación que me reservo por ser muy privada pero bastante grave como para querer alejarte de alguien.
¿Cuándo abrí los ojos? Tengo muy clara la fecha. Un 23 de diciembre, muy cerquita a Navidad, sentí que ya no daba más. Mi vida era un mar lleno de tristeza. Estaba cansada de fingir felicidad frente a mi familia para no preocuparlos y agotada de pensar que había fracasado. Entonces, cogí mis cosas y las empaqueté. Tomé una mochila, coloqué lo necesario para unos días y salí rumbo a mi casa. Recuerdo las caras de sorpresa de mis padres y hermanos, recuerdo las lágrimas y las palabras entrecortadas que salieron de mi boca. Recuerdo la primera vez que conecté con mi papá de manera tan íntima cuando me tomó del brazo y caminó conmigo en la alameda frente a mi casa y me ayudó a sacar todo el dolor que llevaba dentro. Lloré y lloré por días. Terminé refugiándome en mi cama y no salía ni siquiera para alimentarme, tan sólo me movía para ir al baño. Todo era dormir y llorar en esos días. Recuerdo las palabras de mi mamá que recurrió incluso a usar algunas de grueso calibre para sacarme de mi depresión: -Déjate de cojudeces, nadie vale que estés perdiendo tu tiempo así en una cama. Pero ni así terminaba de recobrar mis fuerzas y entereza.
¿Quién me sacó de esa depre? Pues una bolita peluda y negra que llegó a mi vida gracias a mi hermano. Sí, un perrito. Fue mi querido Abdulcito quien me sacó de esa cama para llenarme nuevamente de luz y amor. Con él volví a sonreír, reordené mis pensamientos y mi vida. Medité las palabras de mi mamá y sí pues, nadie vale la pena como para dejarse vencer porque todo depende de uno. ¿Por qué iba a estar yo así de triste mientras el otro andaba de lo más feliz? Ah, no, ya no le permitiría. Él no merecía ni una lágrima más y yo tenía la plena seguridad de haber dado todo de mí. ¿Fui yo la que fracasé? No, fue él que no supo valorarme. Él pasaría a convertise en tan sólo una prueba de lo fuerte que puedo ser y hoy sé que nunca más permitiré que nada me tumbe.
Y aquí me tienen, feliz y más segura que nunca.
Con mi bolita de pelos, mi Abdulcito. |